Raúl Porras Barrenechea**
[...] Las ciudades existen no sólo
en la geografia, sino en el espíritu. Para conocer Lima no basta visitar la
catedral o el Country Club, ver las momias del museo Arqueoloógico
o la momia de
Pizarro.Precísase también de un itinerario espiritual que lleve al
viajero
a darse
con el alma misma de la ciudad, sin ubicación material [...]
Posición y
clima
“Lima, quien no te ve no te estima”, dice
una mimosa frase proverbial. Frase nacida al conjuro de la historia, envanecida
con la prestancia del heroico fundador, con su opulencia de ciudad colonial,
blasonada por los reyes y ufana de la plata de sus templos y mansiones, con su
predominio indiano de primera y única capital del virreinato austral,
arquidiócesis eclesiástica, metrópoli universitaria y sede central del comercio
y de la académica y soñolienta cultura criolla. “La primera ciudad de
Sudamérica y la segunda de España, si no lo era más todavía”, dijo de ella el
historiador chileno Vicuña Mackenna.
Geógrafos y astrónomos aseguran, con
pequeñas discrepancias, que Lima está situada a 150 metros sobre el nivel del
mar y a los 12o 2’ 50” de latitud Sur y 77° 5’ de longitud Oeste del meridiano
de Greenwich. Esto no sirve tanto para identificar la situación de la ciudad
como para deducir de esa posición el clima que ella goza. Ha sido tradición
afirmar que ese clima era de una benignidad celeste. Don Hipólito Unanue lo
decía ya en 1799, en su obra sobre El
clima de Lima. La ciudad
contó siempre entre sus prerrogativas ilustres, a la par de sus coronas reales
y de sus privilegios virreinaticios, este don amable de gozar de “una eterna y
continuada primavera”. Ni calores excesivos, ni fríos intensos, ni lluvias
abundantes. Resguardada por el Norte y el Oriente por ramales de los Andes, y
refrescada por el Occidente y el sur por vientos húmedos y nebulosos, ninguna
brusca transición atmosférica interrumpe la languidez de su reposo. Tres o
cuatro veces, en 1552, en 1720, en 1747 y en 1803, se han oído retumbar el
trueno en su contorno y brillar los relámpagos. Pero es tan anormal e inusitado
el fenómeno, que, leído en las historias por los limeños de hoy, parece cuento.
La garúa y los temblores
No quiere decir todo esto que la ciudad no
tenga sus meteoros distintivos. Sus originalidades climatológicas son la garúa
y los temblores. Ambos definen momentos de la ciudad y deciden matices
psicológicos del alma limeña. Nada más análogo al ingenio criollo, por
superficial, por menudo y hasta por inconstante, que ese rocío intermitente de
nuestros inviernos que se desliza finamente por el harnero celeste, y que, con
una ironía muy frecuente, inunda las calles, traspasa los techos y empapa a
transeúntes, a quienes se ha inculcado previamente la inutilidad del paraguas.
La garúa, la inofensiva “mollizna”, como la llaman los científicos, crea y
decora uno de los aspectos vespertinos más propios de la ciudad. Pocas horas
más limeñas que esa de las seis de la tarde, de bullicio en los jirones centrales,
de honda y crepuscular melancolía en los paseos abandonados. La garúa desciende
entonces con una gracia leve y presurosa, arropa las casas con un gorro de
neblina y se desliza entre el trajín urbano, hasta que pinta un húmedo brillo
en los asfaltos, engarza algunas cuentas de cristal en los alambres
telefónicos, estruja el diario de algún lector callejero, amontona junto a las
aceras un copioso fango municipal y se disipa, después de haber alucinado a
unos cuantos extranjerizantes con su picaresca e insidiosa comedia invernal.
Tan genuinos como la garúa son los temblores. El temblor sustituye
adecuadamente a la tempestad, espectáculo demasiado trágico y solemne para el
ligero espíritu criollo. Algo de la bufa alma limeña hay, en cambio, en el
fenómeno sísmico. Si la garúa es irónica, el temblor parece una broma de algún
oculto dios subterráneo. Broma que, a veces, muy pocas, se convirtió en
tragedia, única forma, por otra parte, de conservar el terrorífico prestigio de
la burla. Pocas visiones, en efecto, más cómicas y capitolinas que la del
temblor. Con el “cierrapuertas” podría formar la tragicomedia del susto
criollo. Nada más abigarrado, ni más risueño, que ese despavorido conjunto que
irrumpe en el cuadro callejero, entre las cogitaciones del miedo, exhibiendo
las más jocosas e inesperadas disonancias de la indumentaria y de la actitud.
Pero no sólo como espectáculo es típico el temblor. Descubre también
debilidades del ánimo criollo. Así como el cierrapuertas provoca, aun en los
más intransigentes y callejeros conspiradores de palabra, una inminente
nostalgia hogareña y la más repentina adhesión al orden público, el temblor
devuelve la fe a escépticos e indiferentes y despierta súbitamente en todos los
corazones un fervor medroso y una piedad contrita y pusilánime.
A falta de rayos, truenos y lluvias
torrenciales, la ciudad era intermitentemente sacudida por los temblores, y fue
destruida totalmente por los terremotos en 1606, en 1687 y en 1746. El clima
modelaba la molicie, la indolencia y el escepticismo limeños, esa ociosidad de
maledicencia y chascarrillo que todavía perdura; pero las bruscas sacudidas
terráqueas restauraban, para satisfacción del inglés Buckle, el prestigio
absorbente de la fe, la ciega adhesión a Dios y el ideal ascético de la estirpe
castellana. ¡Castizos colaboradores de la Inquisición fueron los temblores!
Cada vez que la ciudad se apartaba del rígido ejercicio espiritual, aparecía en
la Plaza Mayor algún fraile penitente que podía ser fray Francisco Solano, el
amansador de toros salvajes en el Tucumán, con los brazos alzados al cielo y el
sayal desgarrado, anunciando la destrucción de la Nínive pecadora.
Todo aquello se halla hoy olvidado, y
hasta la geografía parece urgida de renovación. Wilde se habría encantado al
hallar la comprobación de su paradoja contra Montesquieu: es el clima el que se
modifica por los hombres y la civilización. La modernización de Lima ha
coincidido con apreciables cambios climatológicos. No se sabe bien si los
veranos son más ardientes y los inviernos más fríos, pero las playas de moda:
Ancón, la Punta, la Herradura, Chorrillos, aumentan considerablemente su
población y su confort, y el invierno se hace duro para los limeños y limeñas
de hoy, sin ropa de lana y sin pieles caras. Chosica, en las estribaciones de
la cordillera, a una hora de tren o de automóvil, atrae, en busca de unas horas
de sol, a todos los hostigados por la húmeda niebla limeña. Los hombres de
ciencia comprueban, simultáneamente a la instalación de chimeneas y aparatos de
calefacción en algunas casas, el alejamiento de nuestras costas de la cálida
corriente del Niño, compensadora de las frialdades aportadas por la corriente
polar de Humboldt. La antigua e insignificante garúa limeña, que casi no
merecía a nuestros antepasados el nombre de lluvia, inunda ahora las pistas de
asfalto, con derroche tropical.
La ciudad parece haber olvidado también el
azote de los temblores, y, en prueba de moderna incredulidad, hasta el
arzobispo ha construido una casa de cinco pisos. Tan sólo como un rezago, como
una superstición que se aferra a lo pintoresco para no desaparecer, recorre aún
la ciudad, en el mes de octubre, la procesión del señor de los Milagros.
Procesión ésta de mantos violetas, durante la cual parece haberse derramado por
las calles un frasco de tinta morada, pero que no es ya la urgencia de pedir a
Dios la mitigación de los males, sino tan sólo la ocasión de escoltar a las
limeñas, místicamente ataviadas de mantilla, y de comer turrones, conforme al
clásico calendario gastronómico de Lima.
Felizmente, garúa y temblores al fin
limeños, no son tenaces. Las lluvias duran de abril hasta octubre, dicen los
meteorologistas, y los temblores sobrevienen a la entrada de la primavera y del
estío. Lo que no impide que llueva a veces en enero y que haya temblores en
junio. Nuestra indisciplina comienza por la meteorología.
El cerro y el
río
Mejor que los paralelos y los meridianos,
determinan la posición de Lima dos fáciles accidentes geográficos: el Rímac y
el San Cristóbal; los dos, testigos inmemoriales del auge limeño. Río y cerro
que tienen tradición y leyenda y que viven indisolublemente unidos a la
historia de la ciudad. Una sublevación de indios, en tiempos de la conquista,
fue dominada el día de San Cristóbal, y dio nombre cristiano y castizo al
montículo; en cambio, el nombre de Rímac es voz indígena que significa “el que
habla” denominación la más apropiada para el canal que distribuye las aguas a
la ciudad murmuradora y parlante. Distinción ésta que trasciende la
nomenclatura y parece encarnar en las cosas. Así, el cerro se yergue al Norte
de la ciudad, vigilante y altanero como un hidalgo castellano, ostentando la
católica cruz sobre la cima. El río, en cambio, humilde y sinuoso como el alma
del indio, es un expoliado que se arrastra repitiendo una queja que habrá de
convertirse en rugido en algunos de los periódicos desbordes de su cauce. Nada
debe la población al cerro árido e indiferente, en tanto que el río, sometido y
canalizado, riega y fecunda con infatigable energía los campos que rodean a la
ciudad y abastece a ésta de agua y de fuerza motriz. Y es tan diverso el
destino de uno y otro, que al cerro inofensivo llegóse a atribuir entrañas de
volcán, en tanto que al río tormentoso se le hurtan zonas de su cauce, y hay
limeños que, ante la escasez de volumen de sus aguas; sonríen de que se hayan
tendido puentes para vadear aquella líquida ironía.
Fundación de la
ciudad
El predominio limeño no fue una imposición
de la naturaleza ni de la historia. Se confabularon para crearlo la obra feliz
del azar y el capricho del conquistador voluntarioso. El humilde valle, por
cuyo fondo corre el riachuelo del Rímac, no era, geográficamente, la capital de
la exuberante región en que se levantan los Andes colosales y por la que corre
el río más grande del universo. No lo era tampoco por el prestigio de la
tradición. El señorío de Cuismanco, con los fértiles valles de Pachacámac y del
Rímac y sus ídolos triviales, fue uno de los que más dócilmente aceptó la
denominación de los Hijos del Sol, cuando Pachacútec descendió del Collao
legendario. Entre sus más humildes vasallos, el Inca no habría reparado en el
cacique del Rímac. De las áridas y ardientes tierras de esta sección de los
Yungas no había surgido ninguna contribución original a la cultura del Imperio.
El culto rendido a Pachacámac, hacedor y sustentador del universo, era de
origen incaico. La civilización material, la organización política y social,
así como los grandes guerreros y los legisladores pacíficos, habían hecho su
aparición junto a la meseta en que duerme el lago sagrado y ancestral. El Cuzco
era, por la antonomasia de su esplendor y de su historia, la sede del apogeo
solar, “el ombligo” del Imperio y del mundo...
La fundación de Lima fue obra del azar, si
no de la equivocación y su prosperidad, consecuencia de la buena fortuna de su
fundador. al avanzar Francisco Pizarro de Cajamarca hacia el Cuzco, después de
haber ejecutado a Atahualpa, considerando que se alejaba mucho de la ciudad de
San Miguel de Piura, la primera que fundara en las cercanías de su desembarco,
se decidió a establecer una población que sirviera de centro a sus conquistas,
para lo cual escogió el valle de Jauja, en la cordillera, junto al pueblo indígena
de Atun-Jauja. Pero los vecinos alegaron a poco razones paradójicas para pedir
a Pizarro que trasladara la ciudad a los llanos. El valle de Jauja, considerado
hoy por su feracidad y por la bondad de su clima como el granero
y el sanatorio de nuestra capital, fue
tachado por los descontentadizos vecinos de estéril e insalubre. El valle era
frío y de muchas nieves, y no se podían “criar puercos, ni yeguas ni aves, por
razón de las muchas frialdades y esterilidad de la tierra”, según representó el
Cabildo a Pizarro. Añadíase a estas desventajas la falta de madera para
construcciones y leña y la distancia de la mar. Pizarro, atendiendo a estas
razones, decidió el traslado de la ciudad a la costa, y nombró desde Pachacámac
a Ruiz Díaz, Juan Tello y Alonso Martín de don Benito, quienes tenían la
experiencia necesaria, por haberse hallado en anteriores fundaciones de
pueblos, para que buscasen y se informasen en la comarca del Rímac el lugar
donde pudiera asentarse cómodamente un pueblo.
Los comisionados de Pizarro hallaron y
eligieron el asiento actual de la ciudad, en el que había un pequeño caserío de
indios, y el que juzgaron lugar “sano y airoso”, con muy buenas salidas y
tierras para labrar y abundancia de leña. El gobernador aprobó la elección de sus
enviados, por cuanto él había visto y paseado ciertas veces la tierra del dicho
cacique de Lima, y junto al río y “contiene en sí las calidades susodichas que
se requieran tener los pueblos y ciudades para que se pueblen y ennoblezcan y
se perpetúen y estén bien situados”. Escogido así el asiento de la futura
capital del Perú, a la que se dio el nombre de Ciudad de los Reyes, en honor de
los monarcas españoles según unos, o en recuerdo del día de la Epifanía, en que
se halló el sitio de la ciudad, según otros, Pizarro procedió a fundar Lima, lo
que hizo con las proverbiales solemnidades el 18 de enero de 1535.
Sin ofender los títulos que después
adquirió, y sin hacer agravio a su tradición ya venerable, debe decirse que la
capital fundada por Pizarro fue, en aquellos días del apogeo del Cusco, de
Cajamarca y de Quito, una ciudad advenediza, la hija y la heredera afortunada
de aquel audaz aventurero. Su subsistencia y su grandeza estuvieron ligadas
inicialmente a la buena suerte de su fundador. Si Pizarro hubiera sido
derrotado en la batalla de las Salinas, Lima se hubiera quedado en cimientos, y
todo el oro y el prestigio del Virreinato hubieran servido para engrandecer y
hermosear la ciudad de Almagro, que el compañero y el rival de Pizarro
comenzaba a levantar en las inmediaciones de Chincha, para que fuera émula de
la naciente villa del Rímac.
Triunfador Pizarro, Lima fue la capital de
su gobierno, cabeza del Virreinato y de toda Sudamérica. Los reyes hispanos la
colmaron de títulos y blasones. En tres siglos de coloniaje y de hipérbole
señorial, la ciudad criolla llegó a creer en la nobleza de su linaje, a medida
que se desvanecía la memoria del cuidador de cerdos que la fundara. La
independencia consolidó esa primacía limeña y asentó la conciencia capitalina
de la ciudad. En cien años de República, la organización política, la imperiosa
dirección espiritual ejercida por Lima, la centralización de todas las
actividades del comercio, de la agricultura y de la industria que hacia ella
convergen, han consumado la decisión del arbitrario conquistador. Lima es hoy,
por su población, por su extensión y por su cultura, la primera ciudad del
Perú, su capital indiscutible, la cifra y la síntesis de nuestra República
heterogénea.
Lima primitiva
Sobre la banda izquierda del Rímac asentó
Pizarro la ciudad, dándole, según refieren los cronistas y aparece en los
antiguos planos, una forma triangular, cuya base se recuesta en el río, dejando
entre éste y los primeros edificios un espacio de cien pasos, que fue reservado
para ejido.
Pizarro mismo, acompañado por los primeros
cabildantes, trazó con la espada hazañosa de la isla del Gallo su cuadrilátero
histórico, y presintiendo en toda su genialidad vidente de fundador el torrente
de vida y de pasión que habría de albergar esa concavidad, batiéndose y
estrellándose entre sus lados, como mar prisionero, instaló en tres de los
frentes de la Plaza, como infranqueables muros de su época, el Palacio del
Gobernador, la Catedral y el Cabildo. Dios, el Rey y el Pueblo, los tres
grandes protagonistas en el drama español del siglo XVI, fueron así los
testigos citados por Pizarro para presidir el destino de la ciudad y para
asistir a la aventura de su historia como eternas e impasibles cariátides.
El área de la ciudad fue seccionada, como
un tablero de ajedrez, en 117 islas o cuadras. Cada manzana, de 15.687 metros,
fue dividida en cuatro solares. Las calles, anchas y derechas, y orientadas del
Sudeste al Noroeste, consultaban el que a toda hora del día hubiese una acera
en la sombra, al mismo tiempo que los vientos alisios, que soplan
constantemente del lado Sur, incidiesen de un modo oblicuo, para procurar una
moderada circulación del aire. Esta sabia disposición de las calles que el
marqués adoptó, con los consejos de los “artífices y personas de mejor
discurso”, permitía ver el campo desde la Plaza Mayor, y en lontananza el mar.
La historia ha transmitido los nombres de los que acompañaron a Pizarro en la
fundación, los que, contándole a él, fueron trece, como los que le siguieron en
la isla del Gallo. Era ése, por lo visto, el número de su fortuna y de su
gloria. Los nombres de los penates limeños fueron: Nicolás de Ribera, el Viejo,
y Juan Tello, los dos primeros alcaldes; Alonso Riquelme, tesorero; García de
Salcedo, veedor; Nicolás de Ribera, el joven; Rodrigo de Mazuelas, Ruiz Díaz,
Alonso Martín de don Benito, Cristóbal Palomino, Diego de Agüero, Antonio
Picado, secretario del Gobernador, y Alonso Tinoco, que fue el primer cura que
hubo en Lima.
Se agregaron a los
fundadores treinta españoles que vinieron de San Gayán y veinticinco indios de
Jauja. A estos primeros vecinos se les repartió solares, por los que tenían que
pagar, a falta de moneda, un censo de gallinas,disposición que se modificó
cinco años después.
Trazada así y repartida el área, la villa
naciente fue creciendo y poblándose con urgencias de vida y de grandeza. Largo
sería detallar el lento surgimiento de la ciudad, a la que sus primeros
pobladores infundieron la recia alma castellana del siglo XVI. Recogida,
silente, menesterosa y austera, fue la Lima de los días previrreinales. A falta
de las riquezas, que la cornucopia de la fortuna no derramaba aún sobre su
propio suelo, sino que las depositaba en la comba potente de los galeones, le
sobraron desde su cuna honores y blasones. Para su escudo nobiliario le otorgó
la magnanimidad de Carlos V, en 1537, coronas que eran el símbolo de la
realeza, columnas que representaban su inquebrantable lealtad y una estrella
para presidir su destino fulgurante. Se la motejó también heráldicamente como
“la muy noble, muy insigne y muy leal ciudad de los Reyes del Perú”.
Durante su primera centuria, la ancha y
silente ciudad fue creciendo alrededor de la Plaza Mayor. Sin fausto y sin
vanidad fueron levantándose las humildes fachadas de las casas. Los edificios,
de un solo piso, eran de ruin fábrica, según lo relata el Padre Cobo,
“cubiertos de esteras, tejidas de carrizos, y madera tosca de mangles, y con
poca majestad y primor en las portadas y patios, aunque muy grandes y capaces”.
En lo único en que la ciudad ponía singular empeño era en la fábrica de los
templos. La piedad hacía surgir sin descanso nuevas iglesias y alzarse cada año
alguna torre desde la cual llamar con el tañido de una campana más a la oración
incesante. El mismo Pizarro había dado comienzo a la fundación, poniendo “por
sus manos
la primera piedra y los primeros maderos”
de la iglesia que había de ser poco después la catedral de Lima, y la que fue
colocada bajo la advocación de Nuestra Señora de la Asunción. Hernando Pizarro
hizo construir a poco el convento y la iglesia de la Merced. Surgieron en
seguida San Francisco, en 1535; la capilla de la Veracruz, dotada por el mismo
Pizarro, en 1540; el Sagrario, en 1541; Santo Domingo, en 1549; Santa Ana, en
1550; la admirable iglesia de San Agustín en 1551; la Encarnación, en 1558; la
Caridad, en 1559; San Sebastián, en 1561; San Lázaro, en 1563; La Concepción,
en 1573; la Trinidad, en 1580; la iglesia de Santa Clara, a la que Santo
Toribio hizo el regalo de su corazón, en 1596; San Carlos, en 1597; San Pedro y
San Pablo, en 1598; las Descalzas, en 1603, y la Recoleta Dominica, en 1606.
El convento de San Francisco, dirá más
tarde un hiperbólico viajero francés, ocupaba la octava parte de la ciudad. El
área de los templos era superior a la de todos los edificios públicos reunidos,
a pesar de que en 1562 la población había comenzado a extenderse al otro lado
del río, en el barrio de San Lázaro, y de que en 1571 se había fundado para
residencia de los indígenas el Cercado, rodeado de un alto muro.
La ciudad carecía entre tanto de palacios
y de paseos. La residencia virreinal tenía por frontispicios los inmundos
tenduchos llamados “cajones de ribera”, y la Plaza Mayor, la única de la
ciudad, servía al mismo tiempo de mercado o “tiánguez”, como se decía en la
época, de atrio de mercachifles, escribanos y sacristanes (eran en la plaza el
comercio, las cortes y la iglesia), de redondel de toros en las grandes
solemnidades, de paseo de la aristocracia en las noches, y a diario de ágora
criolla de la maledicencia y la chismografía. Pero la ciudad sufría gustosa
tales deficiencias con tal de ornar la piedra hasta el cansancio en las
portadas de las iglesias y de multiplicar sobre la chata superficie de sus
edificios las esbeltas siluetas de las torres sonoras.
En otro capricho se complacía también la
holgura de la ciudad, según nos lo cuentan fray Reginaldo de Lizárraga y el
padre Cobo, y era en las extensas y perfumadas huertas que rodeaban los
edificio, y cuyos ramajes, cargados de frutos, asomaban su verdor y su
fragancia por sobre los altos muros de adobes. El minucioso Cobo nos dice, en
efecto, que todas las casas “son capaces y anchurosas, con grandes patios,
corrales, huertas y jardines”. Y Fray Reginaldo, enguirnaldando la frase,
refiere que “desde afuera no parece ciudad, sino un bosque, por las muchas
huertas con naranjos, parras, granadas y otros árboles frutales de la tierra,
por las acequias que por las cuadras pasan”.
Lima del siglo XVII fue toda en sus
iglesias y en sus huertas. Construida de materiales toscos, desprovista de
comodidades, descuidada y antihigiénica, sin agua, sin policía y sin alumbrado,
careció la ciudad de prestigio civil y de la gloria, aún desconocida, del
confort, pero pudo envanecerse, en cambio, de serenar el alma con el tañido de
sus bronces dolientes y de embriagarla con la furtiva esencia de sus
madreselvas y jazmines.Un doble significado musical y floral encierra lo que
dijo José Gálvez: “Lima, ciudad de campanas y de campanillas”.
Lima en el
siglo XVII
Al comenzar el siglo XVII Lima
ha adquirido ya su fisonomía peculiar. Sus campanarios y sus cúpulas le dan a
la distancia esa gracia musulmana que ha de sorprender a los viajeros. Y como
la religiosidad no ha decaído, sino que se ha estimulado por asombrosos ejemplos
de santidad, y es la época áurea del Virreinato, los alarifes continúan
levantando arcos y bóvedas para cobijar la creciente piedad de los fieles. Se
aunan en la obra el fervor más intenso y el más esplendoroso boato.
La ciudad ha seguido creciendo hacia el Sur
y hacia el Este, nos dice en interesantísimo estudio sobre el plano de Lima el
ingeniero Tizón y Bueno. Por la parte meridional alcanza a unirse a la ermita
de Guadalupe, situada a trescientos pasos, y se extiende a Belén y la Recoleta,
fundados en 1604 y 1606. Por el Este llega a Santa Clara, los Descalzos, San
Ildefonso y el Carmen. Los puntos de avance de la ciudad los marcan las
iglesias. El censo del marqués de Montesclaros arrojará sobre un total de
26.441 habitantes, un 10 por 100 de clérigos, canónigos, frailes y monjas. Juan
María Gutiérrez podrá decir de Lima que era “un inmenso monasterio de ambos
sexos”. Florecen en los claustros Santa Rosa de Lima, San Francisco Solano,
Fray Martín de Porres, y en la silla episcopal, Santo Toribio de Mogrovejo.
Pero Lima no es sólo eso en el siglo XVII,
sino que es la feria comercial más importante de las colonias, adonde llegan
las mercaderías de Europa que han de distribuirse a toda Sudamérica, y de donde
parten las armadas que llevan los millones de ducados a Tierra Firme y España.
Con la riqueza crecen la edificación y el ornato externo de la ciudad. Empiezan
a usarse más nobles materiales de construcción para las casas. Se utiliza el
roble para las vigas y tablones, primorosamente tallados; se trae piedra de
Panamá para los frontispicios, madera de guayaquil y cedro de granadillo de
Tierra Firme y de Nueva España para puertas, celosías, ventanales, balcones,
sillas, mesas y vargueños. La falta de canteras en las cercanías de la ciudad,
que excluye la piedra de la mayor parte de las construcciones, hace derivar el
anhelo plateresco de los artistas hacia la talla en madera. Surgen entonces los
altares, los púlpitos, las sillerías de coro, las retorcidas escaleras y los
techos artesonados, los balcones calados, todos los prodigios y primores de la
marquetería colonial.
Crece también el lujo personal de los
limeños. El Padre Cobo se admira en 1629 “de la vanidad de trajes, galas y
pompa de criados y librea”. En ese año pasan de 200 las carrozas de la ciudad,
y son todas ellas costosísimas, “guarnecidas de oro y seda con gran primor”.
Nobles y simples ciudadanos visten únicamente ropa de seda. En el interior de
las casas se prodigan los damascos y las más finas telas y encajes que se tejen
en Holanda, en Venecia, en Bruselas y en Flandes. “No se halla ninguna —dice el
cronista que seguimos—, aun de la gente más humilde y pobre, en que no se vea
alguna joya o vaso de plata o de oro”.
Todo este frívolo fausto está subordinado,
sin embargo, al servicio divino. El oro, las piedras preciosas, los tapices y
las sedas se prodigan, sobre todo, en los templos o al paso de las procesiones.
Las andas pasan cargadas de joyas por calles que la piedad y el orgullo han
pavimentado con barras de plata. Las más ruidosas fiestas del siglo XVII son
las de la canonización de Santa Rosa y de Santo Toribio de Mogrovejo, fiesta
esta última de la que queda en La Estrella de Lima, de Echave y Assu, una
prueba de que la literatura
vestía entonces
también su más gallardo oropel.
Pero los santos y los iluminados de la
Colonia, que realizan milagros pueriles, como el de hacer sudar a las imágenes
o comer en un plato a perro, pericote y gato, no logran salvar a la ciudad del
flagelo de los terremotos ni prevenirla contra el ataque de los piratas. En
1687 Lima es destruida por una tremenda sacudida terrestre, y en 1685, el duque
de la Palata, celoso guardador de sus riquezas, prefiere preservarla rodeándola
de una poderosa muralla con treinta y cuatro baluartes, para defenderla
eficazmente de los temibles filibusteros. Son, a pesar de la fe, los dos
sucesos más notables del siglo religioso limeño.
Lima en el
siglo XVIII
Jorge Guillermo Leguía nos ha afirmado en
su lujosa descripción de Lima en el siglo XVIII, que, a pesar de los contrastes
del comercio, interrumpido por piratas; de la supresión de las encomiendas, de
las desmembraciones del Virreinato y del terremoto en 1746, causas que
contribuyeron al empobrecimiento de Lima, continuó sin desmayo la fiesta
colonial.
El aspecto de la ciudad sigue siendo
austero y sombrío como el de un claustro. Los viejos solares, de portalones
solemnes, los zaguanes oscuros y las altas cercas de los monasterios, prestan
sombra y silencio a las calles. Las campanas —como en la Quito evocada por
Rodó— son lo único que suena alto en la ciudad, envuelta, según el decir de
Vicuña Mackenna, en “la doble neblina del Rímac y del incienso”.
Pero tras la apariencia grave, el alma de
la ciudad se sonreía, como el rostro de la tapada bajo el manto encubridor.
Dentro de las casas señoriales, la limeña alegraba la vida de los traspatios
luminosos, plenos de geranios y de trinos de canarios, y entregaba a la linfa
afortunada de los estanques familiares el codiciado secreto de su belleza. Tras
de los muros de los conventos surgía la alegre fiesta de los jardines y de los
azulejos, y en los claustros propicios el libertinaje triunfaba ya sobre la
oración. “A pesar de la religión, que es inflexible —dice Ventura García
Calderón—; a pesar de la honra, que es tirana, no es raro el delicioso
relajamiento de Versalles”.
Vida y cultura llegan al ápice, dice el
mismo florido cronista. Pero la hegemonía no la ejercen los emperifollados
doctores ni los monstruos de erudición que entonces albergaba la Universidad,
sino que la atención, el orgullo y el mimo de la ciudad estuvieron concentrados
alrededor del más grácil de los personajes: la limeña. Ella resume lo más
típico del setecientos limeño, en el alma, en las costumbres y hasta en el
traje. Nadie como ella encarna el ingenio, la agilidad incesante, la malicia y
la agudeza de la inteligencia
criolla. Por traviesa y por maliciosa,
porque comparte con ellos el cetro de la gracia o se los arrebata a menudo la
denigran los dos ingenios más cáusticos de la época: Concolorcorvo y Esteban de
Terralla y Landa. Pero tanto en El
Lazarillo de ciegos caminantes como
en Lima por dentro y fuera, ella es, a despecho de los
resentimientos de ambos satíricos, el mayor atractivo del cuadro. Coqueta,
supersticiosa, derrochadora, amante del lujo, del perfume y de las flores, ella
domina en el hogar, atrae en los portales y en los estrados de los salones,
edifica por su piedad en la iglesia, y en los conflictos del amor, de la honra
y de la política es el más cuerdo consejero, cuando no el actor más decidido,
que obliga a algún desleal a cumplir su palabra o pone en jaque al mismo Virrey
del Perú. El único que las desacata y las resiste es el huraño Virrey, a quien
ellas llamaron Pepe Bandos, pero es a riesgo de la impopularidad.
Su mayor originalidad y su gracia más
genuina la reservaron, sin embargo, para su atavío. La saya y el manto no se
usaron sino en Lima. Los visitantes extranjeros se detuvieron siempre seducidos
por el pintoresco y enigmático traje de “las tapadas”. La saya ceñía
tentadoramente las caderas y se detenía a la mitad de la pierna, para dejar visible
la media de seda y el menudo pie de la limeña. El manto dejaba solamente al
descubierto un ojo, cuya mirada hacía presumir la gracia oculta del rostro.
El burlón Concolorcorvo dirá a propósito de la clásica
vestimenta de las limeñas, “que toda su vizarría la fundan en los vaxos, desde
la liga a la planta del pie”. La picardía del embozo, las jugarretas que con él
realizaban las limeñas, daban a las calles el aspecto de un baile de máscaras.
Y fue tal este amable absolutismo, durante el siglo XVIII, que la villa misma
pareció construida por el capricho tiránico de la mujer y bajo el dictado de su
implacable coquetería.
Hay una íntima correspondencia entre el
ambiente de la ciudad, entre la arquitectura misma de ésta y el alma de la
limeña. La severidad y aridez de afuera contrastaban con la alegría y
desenvoltura de adentro. Muros severos y portalones oscuros resguardaban la
andaluza fiesta de los jardines, como la picaresca sonrisa de la limeña se
escondía bajo el manto encubridor.
La celosía, el mirador, la cancela, toda
aquella arquitectura de atisbo y de recato, parece fraguada por la misma
fantasía diabólica de quienes imaginaron el manto y manejaban divinamente el
arma aleve del abanico.
El personaje céntrico del siglo XVIII no
es el políglota y polierudito don Pedro de Peralta y Barnuevo, a pesar de sus
conflictos con la inquisición, sino la descocada comedianta Miquita Villegas,
“la Perricholi” que se roba el corazón de un Virrey senil y se hace pagar el
ardor de una pasión retardada con una quinta versallesca y un paseo de aguas
que le sirviera de espejo.
Lima
republicana
La mimada ciudad de los Virreyes se
transformó con la independencia en la “heroica y esforzada ciudad de los libres
del Perú”. Por un momento pudo creerse en una transformación radical del alma y
del ambiente limeños. En efecto, de 1810 a 1816, la vida limeña cobra una
inquietud inusitada. Los primeros levantamientos realizados en las colonias
vecinas determinan al Virrey del Perú a asumir la contraofensiva revolucionaria.
Lima es por algunos años el cuartel general de la resistencia española y el más
fuerte baluarte del Rey. Llegan a su recinto y salen de él tropas peninsulares
y criollas que van a deshacer los ejércitos patriotas en toda Sudamérica.
Los periódicos —cuya aparición se ha
permitido por entonces— son leídos con avidez. La sedición alienta en el mismo
palacio del Virrey. Entre sus favoritos y consejeros cada día se descubren
nuevas conspiraciones. El lugar de reunión más característico de la época es el
café. Allí, alrededor de las mesas en que se juntan a beber, a jugar y a
discutir, cuando no a esto sólo, tahúres, clérigos, burócratas, desocupados y
estudiantes, se comentan en alta voz los sucesos que trae La Gaceta y hasta aquellos cuya publicación no
ha permitido la censura. Entre los parroquianos hay algún desconocido que pasa
por comerciante, y es acaso agente secreto de San Martín, que alienta los
descontentos contra el Gobierno y aplaude las exaltaciones de algún joven
carolino que, porque diserta a favor de la patria, bien pudiera ser Sánchez
Carrión. La discusión, tímida y susurrante al iniciarse, se torna pronto en
vocerío, culmina en diálogos irritados, y va a tener un desenlace violento que
puede comprometer a muchos, cuando la repentina agudeza de algún fraile
disuelve todo aquel acaloramiento en hilaridad. Lima, capital del ingenio, se
esforzaba ya, desde 1810, por ser libre, usando su favorita arma del epigrama.
Con la llegada de los ejércitos
libertadores de San Martín y Bolívar, la vida se trastorna aún más. “Aquella
apacible ciudad de los místicos amores —dice Vicuña Mackenna— comenzó a oír los
juramentos de soldados extranjeros a su suelo; el claustro se convirtió en
cuartel; el paraíso en eriazo, y aquella olorosa Lima... se puso hedionda con
el olor a azufre y con el sudor de los soldados de Ultramar, vestidos todavía
con los andrajos de los presidios peninsulares”.
Pero la alteración fue momentánea. Pasado
el turbión revolucionario, la ciudad recobró su fisonomía y sus costumbres
coloniales.
La vida social volvió al siglo XVIII. El
reposo, la monotonía, la inercia y el tedio de la ciudad cuando Terralla y
Landa escribía en El
Diario, de 1790, “La semana
de un currutaco en Lima”, eran los mismos que cuando don Felipe Pardo, en 1840,
describía el inusitado “Viaje” del Niño Goyito para el Espejo de mi tierra. Radiguet, que contempló y describió
Lima cuatro años más tarde, se asombraba de encontrar en ella como en ninguna
otra ciudad sudamericana la persistencia arcaica de las costumbres, de los
trajes y de las formas arquitectónicas. No habían desaparecido con la República
las rígidas distinciones de casta, las “tapadas” seguían vistiendo su típico
traje, aunque aprendieran a conspirar, y como los cuartelazos y la algarabía
política no dejaban tiempo para innovaciones, la ciudad se conservaba
inalterable.
La riqueza fiscal producida por el
descubrimiento del guano, unida a unos cuantos años de paz civil, vinieron a
redimir a la capital de su largo período de estancamiento. El presidente Castilla
la dotó de un ferrocarril que la unió al puerto del Callao, de los servicios de
agua de que carecía hasta entonces y del enlosado y alumbrado en las calles. La
embelleció además con la reparación de la Alameda de los Descalzos y la
erección de los monumentos a Colón y a Bolívar.
El segundo impulso de adelanto lo recibe
la ciudad en 1870, en el período presidencial de Balta. El ingeniero Meiggs,
que trazaba entonces los planos de los más grandes y audaces ferrocarriles
peruanos, obtuvo autorización para demoler las opresoras murallas levantadas
por el duque de la Palata, que hasta esa época detenían el crecimiento de la
población. Esta se extendió entonces prodigiosamente, reemplazando los antiguos
muros por anchas avenidas de circunvalación. a la visión certera y previsora de
Meiggs se unieron, para transformar Lima, el espíritu artístico y la
infatigable actividad de Manuel Atanasio Fuentes, a cuyo gusto y bajo cuya
inspiración se trazaron los planos del palacio de la Exposición de 1872 y de
los jardines que lo rodean, dentro de los cuales se hallaban los actuales
Parque Zoológico y Parque Neptuno.
Piérola, que según lo ha dicho Gálvez,
tuvo el “culto helénico por la ciudad representativa”, abrió nuevas
perspectivas de adelanto urbano. En su período, de 1895 a 1899, se fundan
compañías urbanizadoras que entregan zonas nuevas a la edificación y prolongan
el área histórica de la ciudad a los fundos que antiguamente fueran quintas de
recreo y de cita para las cabalgatas de la nobleza colonial y de la no menos
encopetada aristocracia republicana. En la antigua huerta de la Victoria, donde
el presidente Echenique diera un baile deslumbrante, surge un barrio obrero, y
al Este de la ciudad la clase media improvisa el barrio alegre y amplio del
Chirimoyo. La principal obra edilicia de Piérola es, sin embargo, la apertura
de dos grandes arterias centrales: el Paseo Colón, hoy el más hermoso de la
ciudad, que dividió los parques de la Exposición, y del que irradian ya
múltiples avenidas, y la amplia calle de La Colmena, que fue también concebida
por aquel mandatario.
El último y más decidido impulso en esta
creciente modernización y embellecimiento de la ciudad pertenece al Gobierno de
Leguía. De 1919 a 1930, Lima se ha transformado. El área de la ciudad se ha
abierto avasalladoramente paso hacia el Sur. Amplias avenidas de asfalto unen
Lima con el Callao, La Punta, Miraflores, Chorrillos, la Magdalena, Chosica y
los demás suburbios limeños. Surge una Lima nueva, amplia y clara, rodeada de
árboles y césped, algo americanizada por el confort y el asfalto, pero que, en algunos
aspectos, se adhiere insistentemente a la tradición. En los balnearios limeños,
cuya continuidad con la ciudad se halla casi establecida, prepondera en las
casas el gusto español o las reminiscencias del estilo colonial y morisco.
Perduran celosías y balcones, detona la gracia de los azulejos, y en el
interior de las residencias subsisten o se renuevan los moblajes a la usanza
colonial: vargueños, mesas taraceadas, sillas de vaqueta y los viejos
utensilios de plata que reproduce fielmente una industria limeña rediviva. La
tradición impera en Lima invenciblemente, e impone sus normas a los más
modernos edificios. Son de estilo español el nuevo palacio arzobispal, el
Country Club, el hotel Bolívar y los edificios de la gran plaza San Martín, en
construcción. Los nombres de las calles guardan todavía pintorescas
reminiscencias; hay rincones antiguos que no han perdido su nostalgia, y en
algunas plazoletas olvidadas bajo la sombra de la torre, la pileta de la fuente
murmura aún el místico rezo de antaño. En los barrios de abajo del Puente y en
el mismo corazón de la Lima vieja, subsisten patios abiertos y floridos y
balcones confidenciales como confesionarios. Y el viajero prefiere el sabor
arcaico del convento de San Francisco y del palacio de Torre Tagle, el
enervante aroma de la quinta de la Perricholi, a la vertiginosa excursión por
las pistas asfaltadas que llevan al Leuro o al Country Club.
Los protectores
de la ciudad
Tuvo la ciudad sus genios tutelares que la
levantaron de humildes cimientos, que le otorgaron insignes títulos de nobleza,
que la hicieron renacer de sus escombros o prestaron decoro y grandeza a su
riqueza arquitectónica.Al que no le recuerda el bronce, o la inscripción
lapidaria, el nombre de una calle o el de un instituto, le perpetúa
insuperablemente su propio duradero vestigio.
Pizarro es el primero de todos. Es el
Júpiter capitolino que cuyo cerebro brota armada y escudada la diosa del casco
alígero. Hizo más que trazar el plano de la ciudad, marcar el cuadro de la
Plaza Mayor y poner el primer madero de la iglesia. Le legó con el episodio de
su muerte su primera y más grande anécdota.
Carlos V le dio para su alarde el escudo
que hasta hoy conserva, en el que alternan águilas y coronas sobre el heráldico
azul de la lealtad. Gerónimo de Loayza, mirífico pastor de almas, fundó el
primer hospital, en el que, para no ser extraño a la historia y al dolor de la
casa, se reservó el último lecho. El marqués de Cañete levantó el primer puente
de madera sobre el río. Al conde de Nieva le sorprendió la muerte romántica
cuando levantaba los arcos de los portales. El virrey Toledo inauguró la
Universidad de San Marcos, lustre de la vida colonial, e hizo correr el agua
traída por el primer acueducto, en la fuente de la Plaza Mayor. El de Montesclaros
reconstruyó la ciudad, destruida por un terremoto; levantó el puente de piedra
que hasta hoy le recuerda e inauguró el primer teatro. El de Salvatierra
instala la magnífica pila de la Plaza. El duque de la Palata y el conde de la
Monclova reedifican Lima, arruinada en 1687; el de Navarra y Rocafull encierra
la ciudad dentro del cerco de una muralla para defenderla de las miradas de los
piratas, y el de Portocarrero restaura los portales. El tercer reconstructor de
la ciudad es el conde de Superunda. Lavalle le considera el segundo fundador de
la ciudad, y afirma que la Lima de hoy no es la que fundó Pizarro, sino la que
formó el virrey Manso sobre las ruinas de aquélla. Amat, virrey del placer,
edificó la Plaza de Toros y, para seguridad de los primeros nocherniegos
limeños, estableció el alumbrado y las rondas. Además, echó a los jesuitas. Al
virrey Croix le corresponde la gloria de haber fundado el Colegio de San
Carlos, como a Gil y Lemus la de haber auspiciado el Mercurio Peruano, la más ilustre publicación limeña.
O’Higgins, porque es el único virrey inglés y porque está cerca el fin del
Virreinato, hace abrir una carretera. Y, parece una coincidencia simbólica,
Abascal, que es en realidad el último de los virreyes y el más conspicuo de
ellos, lega a la ciudad el Cementerio.
A la lista virreinal hay que agregar la de
los penates republicanos. San Martín fundó la Biblioteca Nacional. Bolívar creó
la organización local, dividiendo la ciudad en cuarteles. Castilla, Balta,
Meiggs, Fuentes, Piérola y Leguía marcan luego las etapas civilizadoras ya
señaladas.
El alma limeña
Faltarían un capítulo y un atributo
esencial de la ciudad si no habláramos del alma limeña. Hablar no más, ya que
definir lo que es inaprensible, sería empeño presuntuoso.
Algo hay, en efecto, de impalpable, pero
de real; de desvanecido, pero presente; algo que bien pudiera ser la huella de
los más culminantes momentos de su vida o acaso tan sólo una sugestión
histórica hallada en los libros; pero es lo cierto que, extraños y nativos,
hallan en la fisonomía de la ciudad, en el ambiente de sus calles o de sus
rincones antiguos, una como extraviada nostalgia. El pasado vive y persiste en
Lima, y atrae con fuerza innegable. Todo en ella tiene una historia. El nombre
de una calle, la inscripción de un muro o de un frontispicio, perpetúan un
episodio, nimio o característico, conocido u olvidado, pero con un fondo de
vida que se aferra, con ansias de no perecer, a algún último vestigio.
Historiadores y cronistas han exaltado, extendido y pormenorizado ese culto por
la leyenda de la ciudad, al punto que ella constituye todavía su gala mejor y
más genuina.
Pero, no sólo en la tradición residió el
atractivo y perdura el alma de Lima. En el carácter ligero y burlón de sus
habitantes, en la fina gracia de sus mujeres, en el malicioso ingenio y la
agudeza de los limeños, señalaron los viajeros la nota más típica y local de
nuestra espiritualidad. Fuera redundancia insistir en el elogio de esa sal
criolla que se derrocha en las calles y en los papeles, en los labios y en la
pluma, y que hace que conversaciones y versos y periódicos trasciendan siempre
un poco a epigrama. En la vida nacional aseguran que fue perniciosa esta
irreflexividad limeña, ese “estar siempre de burlas”, que condenara “el
Discreto”. En la literatura, esa traviesa disposición determinó, en cambio, la
aparición de un género peculiar, espontáneo y risueño, al que se ha dado el
nombre de “criollismo”, cuando es más bien limeñismo.
Añorando y riendo escribieron los más auténticos
limeñistas, los intérpretes y los evocadores de la ciudad, aquellos por quienes
ésta vive en la historia y en la literatura. El más glorioso de todos, el que
unió en más sutil alianza tradición e ingenio, lo perdurable y lo efímero del
alma limeña, fue don Ricardo Palma. Se confunden de tal modo su picardía con la
picardía de la ciudad, la tradición que él noveló con la historia auténtica,
que no se sabe ya con fijeza si fue la ciudad la que lo forjó malicioso, o si
él le ha prestado su endiablada travesura, si las tradiciones relatan sucesos
que pasaron en Lima o si transcurrieron tan sólo en el Virreinato de gracia de
su fantasía.
_________
* En Porras
Barrenechea, Raúl. Pequeña
Antología de Lima (1535-1935). Lisonja y vejamen de la Ciudad de los Reyes del Perú. Cronistas, viajeros y poetas. Madrid, Imp. de Galo Sáez, 1935, pp. 1-44.
** Historiador,
bibliógrafo y maestro universitario. Fue uno de los representantes más
destacados del movimiento de Reforma Universitaria en el Perú y el líder indiscutido
del círculo intelectual más influyente del Perú en el siglo XX.
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